21 de julio de 2009

Edipo Reimaginado, acto 2

(Creonte, muy emocionado, entra súbitamente.)

Creonte: Ciudadanos, informado de la acusación lanzada contra mí por Edipo, nuestro señor, vengo a vosotros, pues no pienso soportar esas palabras terribles. Sepan esto: no tengo absolutamente nada que ver con la muerte de esas dos prostitutas atenienses menores de edad. Hay toda clase de evidencia que demuestra que esa noche me quedé hasta tarde en el templo, ofreciendo sacrificios al gran Zeus para que vele por la seguridad de la polis. Además, es bien conocida mi desvinculación total del ambiente nocturno tebano desde mi internación hace seis me-
Corifeo: (llamando la atención de Creonte) Psst, negro… Es lo otro, lo otro.
Creonte: (por lo bajo) ¿Qué otro? ¿Lo del barba?
Corifeo: Sí. El ciego se fue de boca y a Edipo se le soltó la cadena. Batió que el viejo y vos estaban conspirando contra él.
Creonte: Cualquiera.
Corifeo: Ahora se le metió en la cabeza que vos sos un traidor. Que por envidia y sed de poder ingeniaste una conspiración y planeás matarlo…

(Pausa.)

Creonte: Es que estaba planeando matarlo. Pero ahora se pudrió todo. Tengo que remarla, dame una mano.

(De nuevo en voz alta.)

Creonte: Ciudadanos, informado de la acusación lanzada contra mí por Edipo, nuestro señor… en lo concerniente a una posible implicación mía en un acto de alta traición en pleno auge de la ola de desgracias que azota nuestras tierras… sepan que no quiero que mi vida sea más larga, pues no es un pequeño perjuicio sino un daño inmenso lo que me acarrean las palabras de nuestro Rey. El más grave de los daños, si esta ciudad me tuviera por traidor y si fuese para vosotros o sus amigos sospechoso de traición.
Corifeo: Es posible que esa injuria esté más inspirada por un arrebato de cólera que por la reflexión.
Creonte: ¿Sobre qué se funda Edipo para afirmar que fue instigación mía el que el adivino profiriese esas palabras falsas?
Corifeo: ¿En su autoindulgente imaginación? No lo se, pero puedes preguntarle a él. Ahí viene de su palacio.

(Entra Edipo.)

Edipo: ¿Aquí, tú? ¿Cómo puedes presentarte? ¡Tienes la audacia y el descaro de venir a mi casa, tú que manifiestamente quieres ser mi asesino y el usurpador de mi poder! Esos proyectos, esas astucias de serpiente, ¿suponías que las ignoraría o que, una vez descubiertas, no me defendería contra ellas? ¡Vamos, habla, en nombre de los dioses!
Creonte: Como yo te he escuchado, déjame responder de la misma forma a tus palabras y juzga con toda libert-

(Creonte huye corriendo.)

Edipo: ¿No te digo, Corifeo? Este Creonte es un traidor que me está haciendo una cama.
Corifeo: ¿Pero está usted seguro, señor?
Edipo: Sí, porque me acuerdo de tal vez que blablabla…
Corifeo: Ok, eso fue raro… Mire, señor, allí lo traen de vuelta.

(Dos guardias traen a Creonte sujeto de los brazos, lo dejan frente a Edipo y salen.)

Creonte: Como iba diciendo…
Edipo: ¿No me irás a decir que eres inocente?
Creonte: Si crees que la obstinación sin prudencia es un bien, te equivocas.
Edipo: Y si tú crees que puedes tocarle el culo a tu cuñado sin que este te corte las falanges, te engañas.
Creonte: ¿Qué grave perjuicio te he ocasionado? Dímelo.
Edipo: ¿Fuiste tú, sí o no, quien me aconsejó que debía enviar a buscar a ese augusto adivino?
Creonte:
Incluso ahora soy del mismo parecer. El viejo sabe mucho sobre muchas cosas. Y lo que no sabe lo inventa, con tal capacidad de improvisación que es para creer o reventar.
Edipo: ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la desaparición de Layo…?
Creonte: Muchos años han pasado ya.
Edipo: Ese adivino, ¿ejercía su arte en aquellos tiempos?
Creonte: Lo hacía entonces, y era igualmente hábil e igualmente honrado.
Edipo: ¡Ahí está! Ves, te pisaste la cola vos solito. Culpable. A la horca. ¡Guardias!
Creonte: Que el viejo haya servido a Layo no es prueba de nada.
Edipo: ¿Sirvió a Layo y no le profetizó nada? ¿No les habló de mí?
Creonte: No lo sé.
Edipo: ¿No hicisteis acerca de aquella muerte pesquisa alguna?
Creonte: La hicimos, pero sin resultado. La policía científica se había quedado sin cabras que ofrecer en sacrificio. Solo supimos que lo habían matado unos bandidos.
Edipo: ¿Y el sabio adivino no dijo nada entonces de lo que dice ahora?
Creonte: No se ni qué dijo entonces ni qué te ha dicho ahora.
Edipo: Si no hubiera estado de acuerdo contigo, confiesa que jamás Tiresias habría afirmado que yo era el responsable de la muerte de Layo.
Creonte: Si tal cosa ha afirmado, tú lo sabrás. Pero dime, ¿no estás acaso desposado con mi hermana?
Edipo: Me es imposible responder que no a esa pregunta.
Creonte: ¿No compartes con ella el trono, teniendo igual poder sobre un mismo país?
Edipo: Sí, es una movida que hicimos para la reelección indefinida. Pero shhh.
Creonte: ¿Y no soy yo, como tercero, igual a vosotros dos?
Edipo: Precisamente, por eso te revelas como un pérfido amigo.
Creonte: De ninguna manera. Piensa. ¿Puede haber alguien que prefiera reinar con temor e inquietud a dormir tranquilamente, disfrutando, al mismo tiempo, de un poder idéntico? Por mi parte, deseo menos ser rey que disfrutar el poder de un rey. Hoy, sin tener preocupación ni responsabilidad alguna, hago lo que quiero y obtengo lo que quiero. Amistad, lujos, placeres; todo por ser hermano de la reina.
Corifeo: Ay Juancito…
Creonte: No tengo intención alguna de ser rey, si así estoy cómodo. ¿Quieres pruebas? Ve a Delfos y pregunta si lo que digo es mentira. Pero no acuses falsamente a un amigo basándote solo en vagas sospechas. Nos conocemos, Edipo. La de salas de baño que hemos recorrido vos y yo… ¿Y me hacés esto? Vamos…
Corifeo: Príncipe, para todo el que desea no dar un mal paso, Creonte ha hablado bien. Dar un fallo demasiado rápido expone a mil errores.
Edipo: Si espero inactivo, los proyectos de este hombre se realizarán, y los míos estarán condenados al fracaso.
Creonte: ¿Qué quieres hacer? ¿Obligarme a abandonar el país?
Edipo: No, quiero beber tu sangre directo desde tu cráneo hueco.
Creonte: No veo que juzgues con criterio sano.
Edipo: Por lo menos, juzgo en mi propio interés.
Creonte: Tienes también que juzgar en el mío.
Edipo: Pero tu naturaleza es la de un pérfido.
Creonte: Pero no me podés probar nada, papá.
Edipo: Pero hay que ceder ante quien manda.
Creonte: No si el que manda es un reaccionario ineficiente con delirios de inquisidor.
Corifeo: ¡Cesad, príncipes! Qué ahí viene la Yocasta.
Edipo y Creonte: Ahora vas a ver…

(Entra Yocasta.)

Yocasta: ¡¿Se puede saber qué pasa acá?! El país cayéndose a pedazos y ustedes dos discutiendo a los gritos como dos nenes. ¡Edipo, te vas ya para el palacio! Y vos, Creonte, a tu casa.
Creonte: Hermana mía: Edipo, tu esposo, encuentra justo hacerme padecer una terrible suerte. Entre dos males, ser expulsado de la tierra paterna o ser condenado a muerte, me da a elegir.
Edipo: No te doy a elegir. Te voy a matar. A vos y a todos los que te caigan bien.
Yocasta: ¡Edipo!
Edipo: Pero si lo he sorprendido tramando contra mi vida en pérfida conjura. Guardándose bien él de afirmar nada, me envió un siniestro adivino que dijo cosas feas de mis papás. ¡Fue horrible!
Yocasta:
Bueno bueno mi amor, venga acá, deme un abrazo.

(Yocasta le da un abrazo maternal a Edipo.)

Creonte: ¡Que el Corifeo nunca jamás sea feliz, sino maldecido y perdido, si alguna vez en contra de ti he querido cometer una acción como esta de la que me acusas!
Yocasta: ¡Basta ya! Creonte, si no te mata mi marido lo hará una venérea que te pegue alguna de las pendejas atenienses con las que te revolcás a razón de tres al día, así que yo tu lugar protestaría menos. Y vos, Edipo, últimamente encontrás conspiraciones hasta en el pan.
Edipo: No me digas eso. Vos viste esa rodaja. ¡Las semillas de sésamo claramente deletreab-
Yocasta:
¡En nombre de los dioses, Edipo! Cree en sus palabras, por respeto, ante todo, al juramento divino. ¿Crees que lo hubiera hecho de ser culpable de lo que lo acusas? La felicidad del Corifeo no se apuesta así de fácil.
Corifeo: No señor. Yo importo.
Yocasta: Y por respeto luego a mí misma y a todos los que están junto a ti. Cede, príncipe, y déjate ablandar. Te lo suplico.
Edipo: Bah, hagan lo que quieran. Ya me van a llorar cuando me muera.
Creonte: Bien claro se ve que tu odio cede solo de mala gana. Pero cuando se te haya pasado la cólera, lo sentirás tu mismo.
Edipo: Y veré cómo tu intento de traición fue totalmente bienintencionado.
Creonte: Claro.
Edipo: Déjame ya y márchate.
Creonte: Beso gorr.

(Sale Creonte.)

Yocasta: Ahora que estás más calmado, príncipe, muéstrame la razón que hizo nacer en ti tal enojo.
Edipo: Te lo voy a decir, esposa mía, pues siento por ti más respeto que por todos estos tebanos.

(Al pueblo, con ademán amenazador.)

Edipo: ¡Animales! ¡Eso es lo que son! ¡Inmundos animales, caídos de la gracia de Zeus! ¡Malditos sean! ¡Malditos sean todos!

(A Yocasta.)

Edipo: Todo proviene de Creonte y de la conjura que ha tramado contra mí… Pretende que soy el asesino de Layo.
Yocasta: ¿Y lo sos?
Edipo: No que yo sepa…
Yocasta: A mí me podés decir la verdad.
Edipo: Esposa mía, debes saber que a lo largo de mi vida yo no he matado sino a gente anónima y poco importante. Jamás me atrevería a cometer un magnicidio. Además, ¿cómo puedes confiar más en la palabra profética de un ciego bi-dente que en la de tu marido?
Y
ocasta: Tienes razón. No hay ningún mortal que entienda nada de profecías. Mira sino: hace tiempo, un oráculo de Apolo dictaminó que Layo, por entonces mi marido, iba a ser muerto por el hijo que engendrase conmigo. Temiendo por su vida, el rey tebano me arrebató a mi bebé de pocas semanas y se lo entregó, ensartado por los talones y colgando cual surubí, a un campesino, con la orden de llevarlo al campo y matarlo. Dos décadas más tarde, Layo muere fuera de su reino en circunstancias dudosas. Con esto ves que hasta los oráculos se equivocan.
Edipo: ¡Dímelo a mí! Yo era príncipe de Corinto. Cuando tenía alrededor de veinte años escuché el rumor de que era adoptado, por lo que decidí ir a Delfos y consultar al oráculo. Este solo me dijo que mataría a mi padre y me casaría con mi madre. Aterrado por el vaticinio, decidí no volver a Corinto y encarar para Tebas.
Yocasta: De manera tal que no se cumpliera la profecía de Apolo.
Edipo: Claro. Pero ni aun así me libraría de ajusticiar un par. Cuestión que cuando estoy saliendo de Delfos, un pelotudo me tira la carroza encima, con tal mala suerte que me hiere en los tobillos, los cuales los tengo heridos desde que tengo memoria. No me quedó más remedio que aniquilarlo a él y a toda su escolta, excepto a uno, que perdoné para que pudiera contar la historia.
Yocasta: ¿Dónde dices que fue eso?
Edipo: En un país que se llama Fócida, en el punto donde se unen los caminos que vienen de Delfos y Daulia.
Yocasta: Ah, cerquita de donde murió Layo junto a su séquito. Sigue contándome.
Edipo: Y bueno, encaré para Tebas, atendí a la Esfinge, me proclamaron rey, me casé con vos, tuvimos cría y acá estamos, intentando resolver el enigma de la muerte de Layo, para librar a nuestras tierras de la plaga.
Yocasta: Sabes, ahora que recuerdo, hubo un testigo sobreviviente a la masacre de Fócida. Un esclavo que, luego de narrarme los detalles sobre la muerte de Layo, me suplicó, cogiéndome de las manos, que lo enviase al campo a trabajar de pastor, cosa que hice de buen grado porque Zeus sabe que odio tener esclavos que me toquen y el verdugo justo ese día tenía franco.
Edipo: Qué oportuno que recuerdes ese pequeño detalle a esta hora. ¿Podría venir aquí en seguida, para que le interroguemos?
Yocasta: Ya mismo lo mando a traer. Tengo unos alfileres de marfil con su nombre.
Edipo: Y ya que vas para el palacio, hazle una generosa ofrenda a Afrodita y espérame con una manzana de oro a mano. Ya vas a ver lo que tengo en mente.

(Yocasta entra al palacio.)

Edipo: Otra que el caballo de Troya…
Corifeo: Ehm, señor.
Edipo: ¡Eh! ¡¿Seguís acá vos?!
Corifeo: Nunca me fui. Si me permite el atrevimiento… ¿No se siente un poco anonadado ante el más que probable desenlace de esta calamidad?
Edipo: Mi ano se encuentra perfecto, Corifeo. ¿Pero qué insinúas exactamente?
Corifeo: Verá, no pude evitar advertir que su historia y la de su majestad la reina se parecen demasiado. De lejos pareciera que usted fue el autor del crimen de Layo.
Edipo: Eso es absurdo. De haber sido yo, lo sabría. Por algo mande convocar al testigo; para que identifique al responsable.
Corifeo: Es que precisamente, mi rey, si el testigo lo señalase a usted como el autor del crimen…
Edipo: Tranquilo, Corifeo. Tus dudas son infundadas. Ten fe y verás cómo todo se resuelve de la mejor manera. Es una orden.
Corifeo: Sí señor.
Edipo: Además, los oráculos dicen cualquier cosa. Mi padre sigue reinando en Corinto, mi madre no se ha casado conmigo, Layo fue muerto por bandidos y no por su hijo, siendo que fue asesinado de bebé. La mera idea de hijos desposando a sus madres es ridícula. ¿Te imaginas las aberraciones que podría engendrar tan nefasta unión?

(Entra arrastrándose un joven jorobado con toda clase de malformaciones en el cuerpo.)

Joven: ¡Cooo- Miiii- Daaaaa!
Edipo: ¡Mongo! ¡¿Cómo te escapaste de tu jaula?! ¡Vuelve ya mismo al palacio! Maldita sea con estos niños…

(Edipo corre al joven azotándolo hasta el palacio. Entran los dos.)